Donald Trump o el miedo a la libertad

Luis Peñalver Alhambra

Toledo

Resulta difícil no beber una vez más en el abrevadero mediático que representa la figura de Donald Trump y las implicaciones que tiene para el mundo su encumbramiento como presidente del país más poderoso del planeta. La cuestión no es que pueda existir un tipo como Trump, histriónico, zafio, delincuente convicto, mentiroso patológico y con rasgos psicopáticos, un narcisista contumaz acostumbrado a marcar su territorio (ahora planetario) con su inmenso ego; un showman que ha nombrado a unpresentador de televisión responsable del Pentágono y a un antivacunas ministro de Sanidad.

La verdadera cuestión es por qué decenas, cientos de millones de americanos y europeos han depositado su confianza en individuos como éste y en otros representantes de las fuerzas más reaccionarias de la vieja Europa. ¿Por qué tantos ciudadanos están dispuestos a renunciar a la democracia y a su libertad en favor de líderes autoritarios y sistemas opresivos? A algunos todavía no deja de sorprendernos el poder de seducción de personajes como este multimillonario de nacimiento, cuyo departamento de Justicia acaba de cesar a aquellos funcionarios que colaboraron en las dos investigaciones judiciales contra el ahora presidente, o como el hombre fuerte de su gabinete, el megalómano Elon Musk, que exhorta a sus seguidores a olvidar la historia (quizás porque la memoria de Auschwitz, el campo de exterminio del que ahora se cumple el aniversario de su liberación, resulta muy gravosa).

Tal vez, muchos de los seguidores del neoyorkino se sientan elegidos y protagonistas de la historia cuando en los mítines los señala con su artrítico dedo índice. El caso es que los sistemas opresivos que se imponen ahora no adoptan los formatos clásicos del fascismo o el comunismo, sino la forma mucho más moderna de un totalitarismo tecnológico que responde a la ambición de los plutócratas de Silicon Valley que financian a Trump y que quieren convertir el Estado en una empresa privada.

Para sistemas como el actual sigue siendo válida en lo fundamental la conocida división que hace Hannah Arendt de la sociedad en tres tipos de personas: los cínicos posibilistas que no creen en nada y no tienen valores definidos sino que pueden adoptar unos u otros en función de sus conveniencias e intereses, es decir, aquellos chaqueteros que se encuentran siempre cerca del poder, cualquiera que sea éste; los fanáticos doctrinarios que, ante el escepticismo y el relativismo universal, se aferran a una creencia que les da seguridad y que se creen en posesión de la verdad, con la consiguiente exclusión de todo aquel que no piense como ellos; y la gente corriente, es decir, esa mayoría de ciudadanos normales fácilmente manipulables y receptivos a la propaganda, personas generalmente superficiales que se dejan arrastrar por un partido o por un líder sin examinar la ideología que les quieren imponer.

¿Qué ocurre en una época de crisis como la que vivimos, una crisis provocada por el sistema de valores del neoliberalismo pero que no es sólo económica (el empobrecimiento general de las clases medias y trabajadoras de los países occidentales a raíz de la crisis financiera de 2008) sino también política, moral, social y, en general, cultural, una crisis profunda que está minando los cimientos mismos de nuestra civilización? Que esa mayoría de la población, que esa gente corriente se queda desvalida y desamparada, a la intemperie.

Siente su libertad como una pesada carga, pues ésta no deja de ser un estorbo que le provoca inseguridad. Si tienen que elegir entre estos dos valores, es decir, entre la libertad y la seguridad, no dudan en optar por el segundo, aunque esté en juego la supervivencia de la propia democracia. Además, ésta, la democracia, que supone la participación activa de los ciudadanos en la vida política, produce hastío, ¡y es tan aburrida! El aburrimiento presupone la angustia ante la libertad como posibilidad de elegir. Y la angustia existencial provoca en muchas personas ese sentimiento de inseguridad que les lleva a buscar refugio en posturas tan autoritarias como irracionales, por ejemplo, en las teorías conspiranoicas o en los nacionalismos patrioteros y excluyentes, sobre todo si están acaudillados por un líder que les diga qué tienen que pensar y cómo tienen que actuar.

Es mejor y mucho más cómodo que decidan otros por mí. Como decía Erich Fromm, la huida de la libertad equivale a una huida de sí mismo (lo que para Freud sería una de las formas que adopta el «instinto de muerte»). La huida de la libertad significa también un rechazo de la reflexión, porque pensar nos lleva siempre a dudar, y uno cuando piensa y duda encuentra matices en los problemas que examina, lo cual acarrea incertidumbre y dosis adicionales de angustia. Ser libres (o, lo que es lo mismo, responsables de tus actos y de las consecuencias de tus actos) y pensar por ti mismo es estar siempre en la cuerda floja. Pero ¿para qué complicarnos la vida?, ¿no es mucho más fácil y seguro pensar que las cosas son buenas o malas, sin más? ¿Para qué queremos la gama de grises cuando las cosas pueden ser blancas o negras?

Este miedo a la libertad se manifiesta siempre en el miedo y el rechazo a los otros, es decir, a los inmigrantes y a todos aquellos que representan de un modo u otro la diversidad, que quedan automáticamente criminalizados. Odiamos aquello que tememos. Quiten a los partidos de ultraderecha todas las proclamas contra los inmigrantes y el sinnúmero de problemas que suponen para nuestra opulenta sociedad y les habrán amputado las tres cuartas partes de sus programas. La parte restante tiene que ver con mensajes tan fáciles y demagógicos como éste, esto es, con consignas tranquilizadoras para nuestro absurdo estilo de vida como el negacionismo climático.

Para muchos norteamericanos y europeos la existencia misma de los inmigrantes se ha convertido en una verdadera obsesión. Ellos son (no nuestros políticos corruptos e incompetentes, siempre en connivencia con la codicia de los grupos de poder económico) los culpables de todos los males que sufrimos. Los hemos convertido en el chivo expiatorio, ese animal al que en la antigüedad se le cargaba simbólicamente con todos los pecados de la comunidad y se lo expulsaba fuera de la ciudad, muy lejos de nosotros, con la esperanza de que con él se esfumaran también todos los problemas y preocupaciones de los honrados ciudadanos.

SOBRE EL AUTOR
Luis Peñalver Alhambra

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid

<div class="voc-author__name">Luis Peñalver Alhambra</div>

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete