La nueva generación de jóvenes que marca el camino: "Hemos vivido más, estamos más formados y somos más globales que nuestros padres"
José Pedro Manzano, de 30 años, trabaja en el Reino Unido estudiando las conexiones cerebrales. Estudió en la Facultad de Física de la Complutense y tiene dos másteres, uno de Matemáticas y otro de Inteligencia Artificial. Ha pasado por el CSIC, el CNIC y la Universidad de Oxford y ahora está en la Universidad de Nottingham, aunque le gustaría volver pronto a España y montar en Cáceres algún tipo de iniciativa tecnológica que ayude a «revalorizar» su ciudad natal. Rapero desde los 13 años y creador de una startup, no cree que viva peor que sus padres. «Ellos a mi edad ya tenían dos hijos y yo todavía no sé dónde voy a pasar los próximos años, pero he viajado a más de 20 países, desde El Líbano a Tanzania, pasando por India, Cuba o Vietnam, y mis padres sólo se iban una semana de vacaciones a un cámping en la Vera. Yo he tenido que aprender a manejarme con la incertidumbre, pero ellos se pusieron a trabajar a los 14 años y no fueron a la universidad».
José Pedro, con vaquero corto, camiseta negra por Palestina y tatuajes en las piernas, es el que sale en el centro de la fotografía saltando la bola de EL MUNDO. El que se parece a Broncano. A su lado están Carmen González, filóloga de Villablino (León) de 29 años; Martín Carrasco, neurocientífico del barrio madrileño de Villaverde Alto de 30 años, y Anne Coll, ingeniera industrial de 26 años de Villalba (Madrid). Los cuatro pertenecen a la generación de jóvenes post-crisis, los que se han hecho adultos desconociendo la España de la burbuja y conociendo la de los sueldos que no llegan para nada, si es que llega alguno. Es la primera generación que tuvo accesibilidad a internet desde la infancia, lo que ha condicionado su forma de relacionarse y de estar en el mundo, y también de leer. Porque también es la generación EL MUNDO, la que ha crecido existiendo ya este periódico y la que forma esa «nueva generación de lectores» que se propuso conquistar Joaquín Manso cuando asumió la dirección del periódico en 2022.
A caballo entre los millennials y la Generación Zeta, fueron niños sinsmartphone -como mucho tuvieron un teléfono de botones con el que poco podían hacer, más allá de jugar a la serpiente- y eso les hace ser críticos con el uso que hacen de la tecnología los más jóvenes, que han sufrido aún más que ellos el empeoramiento de la calidad de la educación pública y los peores resultados de la historia en el informe PISA. De pequeños, José Pedro, Carmen, Martín y Carmen no tuvieron tantas extraescolares como los críos de ahora, pero, a cambio, se han formado mucho, hablan varios idiomas y se mueven por todo el planeta sin complejos, al mismo nivel que otros europeos. La otra cara de la moneda es que tienen sueldos bajos y la vivienda se ha convertido en inaccesible, lo que les aboca a un futuro menos previsible que el de sus padres y a perder la confianza en los políticos.
Pero no son derrotistas. «Hemos vivido más experiencias que nuestros padres, estamos más formados y somos más globales», dice José Pedro. «La UE ha sido un acierto y se ha producido una mejora en las infraestructuras y en las comunicaciones», sostiene Carmen. «Tenemos un acceso ilimitado a la información y una relación más horizontal y estrecha con la familia», añade Martín. «Hemos avanzado hacia una sociedad más inclusiva y con más conciencia social y medioambiental», apunta Anne, que dice que se siente «afortunada», palabra que también repetirán sus compañeros.
De la x a los zeta
Las cosas han cambiado para los jóvenes desde que nació EL MUNDO, el 23 de octubre de 1989. Entonces el Muro de Berlín estaba a punto de caer y, tras extinguirse la Movida madrileña, llegaba el grunge. Mientras el sida hacía estragos y se popularizaba la campaña póntelo, pónselo sobre el preservativo, surgían la Ruta del Bakalao y el consumo de drogas de diseño. Eran los tiempos de las manifestaciones contra la subida de tasas universitarias, de los insumisos de la mili, del pañuelo palestino y de los skin heads. El crimen de Alcàsser, en 1992, conmocionó a una generación que aprendió con la Súper Pop, Los 40 Principales y Sensación de Vivir, que escuchaba a Héroes del Silencio, Pearl Jam y Red Hot Chili Peppers y que pagaba lo que fuera por unos Levi's. Todo era más sencillo y no había tantas normas. Los jóvenes de entonces -baby boomers tardíos y miembros de la Generación X- son los padres de Carmen, Martín, José Pedro y Anne.
En 35 años se ha pasado de la familia numerosa al hijo único siempre con el móvil; de llamar al telefonillo de las casas para ver a los amigos a quedar por Telegram; del botellón al binge drinking; del walkman a Spotify; del Círculo de Lectores a Amazon; de las pesetas a las cryptos; del probador de Galerías Preciados al pedido de Shein; de los tampones a la copa menstrual; de Butragueño a Lamine Yamal; del unplugged de Kurt Cobain a Taylor Swift en el Bernabéu; de la teta de Sabrina a la de Rigoberta Bandini... Muchas diferencias para los miembros de una generación que ha vivido de todo. Estaban en Primaria en el 11-M. Fueron adolescentes durante la recesión. De universitarios, se dejaron fascinar por el 15-M y luego se desencantaron. Y, cuando ya trabajaban, tuvieron que pasar el Covid encerrados en casa de sus padres.
La herencia mileurista
«Recuerdo que, cuando estaba preparando la Selectividad, en 2012, todos los textos que nos ponían trataban sobre la crisis. Cuando se encarrilaron las cosas, llegó la pandemia. Y ahora es la guerra... Todo esto nos ha creado una actitud más de disfrutar el día a día, de tener muy presente que en cualquier momento te puede cambiar la vida», reflexiona Martín, investigador de la Complutense que vivió dos años en Holanda, se va a ir a Houston para una estancia académica y confía en poder emanciparse del todo de sus padres cuando vuelva.
Carmen también pasó «una adolescencia apocalíptica». «Tenía profesores en el instituto que nos decían que éramos una generación perdida y que estudiar no nos iba a servir de nada, sobre todo Humanidades. Pensaba que no iba a encontrar trabajo nunca, así que me han sorprendido las oportunidades que he tenido», cuenta. Nacida en un pueblo de León que lo pasó mal la década pasada por el cierre de las minas, sacó un 10 de nota media en Bachillerato y 33 matrículas de honor durante la carrera. Estudió Filología Hispánica, Filosofía, un máster y los 10 años del conservatorio profesional. Tras estar un tiempo trabajando como profesora asociada por 700 euros al mes, logró un puesto de ayudante doctor en la Universidad de Salamanca y se siente agradecida porque lo hizo en tres años y «es muy raro sacar tan rápido una plaza».
Los sociólogos opinan que se ha alarmado en exceso a la juventud sobre su futuro porque la sociedad tiende al catastrofismo y porque sus padres tampoco lo tuvieron fácil. «En los años 90 se rompió el modelo de empleo para toda la vida y los jóvenes de entonces sufrieron las consecuencias de la temporalidad. Fueron los primeros precarios, los mileuristas, y de adultos han tendido a sobreproteger sus hijos», explica Joan Miquel Verd, catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor del estudio Las relaciones personales de la población joven en España, del Observatorio Social de la Fundación la Caixa, ha percibido en esta generación un hartazgo ante el pesimismo generalizado del entorno.
«Los jóvenes de los 80 creían en el futuro, mientras que el futuro, para los jóvenes actuales, se ha vuelto temible», señala el filósofo Gregorio Luri, que alerta de un incremento de la «ecoansiedad». «Las encuestas revelan que esta generación está convencida de que le espera un cataclismo bien por un desastre ambiental, bien por nuevas guerras, bien por otras pandemias. Ese miedo al futuro les hace estar más pegados al presente y viene acompañado de la sensación de que los adultos se han quedado con la parte del bienestar y de la felicidad que les correspondía, consumiendo de una forma un tanto irresponsable el futuro que les pertenece».
Menos peso demográfico
Esta generación ha sido la gran ignorada por los políticos, que han priorizado a otros grupos de edad en vista de que podían sacar de ellos mayor rédito electoral. A principios de los 90 había nueve millones de jóvenes y, 35 años después y debido a la caída de la natalidad, sólo se contabilizan siete millones. Entonces representaban el 23% de la población frente al 15% de mayores de 65 años, pero ahora suponen sólo el 14%, mientras que los jubilados han crecido hasta el 20%. La pirámide se ha invertido. El escaso peso demográfico de los jóvenes ha reducido su influencia a nivel político y problemas como la vivienda o la inserción laboral han quedado relegados. «Han salvado a los pensionistas a costa de precarizar a los demás», lamenta Carmen.
«La paradoja es que se trata de la generación más formada, pero no puede estabilizarse laboralmente a corto o medio plazo. La desigualdad laboral entre los jóvenes y adultos es la que más ha aumentado, se ha creado la mayor brecha generacional», afirma Carles Feixa, catedrático de Antropología de la Universidad Pompeu Fabra, que añade que, como reacción, «la forma de transgredir de algunos consiste en votar a la extrema derecha». «Debe leerse como una crítica al poder. Si en el pasado se protestaba dentro de movimientos progresistas, ahora se hace a través de las redes sociales, el clickactivismo y el apoyo a posturas populistas».
Según el estudio Presente y futuro de la juventud española, de la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (Ivie), los jóvenes tienen motivos para sentirse agraviados. Sus sueldos son un 35% inferiores a la media de la población y el progreso de sus ingresos para lograr el nivel salarial medio típico de su profesión está siendo más lento que en épocas previas. Esta situación, unida al elevado precio de la vivienda, los obliga a dedicar un elevado porcentaje de su presupuesto al alojamiento, casi la mitad de los ingresos. El Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud revela que 7 de cada 10 jóvenes que trabajan no pueden permitirse vivir fuera de casa de sus padres. La edad media para independizarse es 30,4 años, frente a los 26,3 en Europa.
«Estamos cumpliendo nuestra parte del pacto social, pero no se nos recompensa», expresa José Pedro, que nunca vota, pero participa «activamente» en la vida pública a través del asociacionismo. Fue miembro de la plataforma de empoderamiento juvenil Talento para el Futuro, ha formado parte de distintos colectivos de científicos expatriados y ahora pertenece a La Facultad Invisible, que agrupa a los mejores expedientes académicos de España, como Martín, Anna y Carmen. Trabajan en red, interconectados, buscando soluciones para mejorar la calidad del sistema educativo. «La tecnología es más importante que la política para cambiar el mundo», sentencia José Pedro, para quien internet ha sido su «ventana al exterior».
«A través del voto no se consiguen cambios reales», opina igualmente Martín, que tenía 17 años cuando ocurrió el 15-M y acudió varias veces a las acampadas de Sol, fascinado por «la nueva forma de entender la política, que buscaba salir del bipartidismo imperante». «¿Que cómo veo ahora aquel movimiento? Pues la verdad es que con un pelín de desencanto. Los partidos prometen y, si no cumplen, no hay consecuencias», señala, echando asimismo en falta aquellos tiempos en que «no había tanta polarización y simpatizantes de PP, Vox, Podemos y PSOE podían hablar entre ellos y entenderse».
Carles Feixa habla de la «generación blockchain» para referirse a cómo los jóvenes, «para protegerse de un futuro incierto, se han encadenado en bloques, como en la tecnología de las cibermonedas»: «Recurren a culturas colaborativas, como el coworking o el cohousing. Intentan hacer de la necesidad virtud y se unen a micromovimientos solidarios o trabajos cooperativos. Vuelve a ser una generación presentista y aprovecha esa flexibilidad que tiene, porque no está hipotecada, para disfrutar sin tener que sacrificarse. Viven al día, con una mayor conciencia ecologista y con un consumo más autorreflexivo y con una mayor conciencia global», describe. Compara «las escasas tribus urbanas» de los 80 y los 90 con la «diversificación identitaria de la era digital, que es infinita». «Antes había identidades grupales o gregarias y ahora cada joven se construye su propia identidad como si usara piezas de bricolaje, y vive en el mundo digital, que es el mundo juvenil por antonomasia», recalca. Y añade: «Es una juventud cosmopolita, acostumbrada al Erasmus, a vuelos low cost y a las redes sociales, que no tienen fronteras. Pero, al mismo tiempo, cada vez son más locales y pegados a la identidad de su comunidad. Son glocales: a la vez muy transnacionales, pero de su propio barrio, pueblo o nación».
«Somos optimistas, vemos que como generación no nos ha ido tan mal. A los jóvenes que vinieron antes que nosotros les pilló la crisis con niños pequeños y fue peor para ellos», relativiza Carmen. Los datos sostienen su percepción. El paro juvenil no es tan alto como antes (en 1989 alcanzó el 32% y ahora está el 26%) y las hipotecas son más baratas (los tipos de interés llegaron a crecer hasta el 16% en diciembre de 1989 y ahora se encuentran al 3,6%).
María Miyar, directora de Estudios Sociales en Funcas, añade que las tasas de ocupación entre hombres y mujeres por primera vez se han igualado. Esta profesora de Sociología de la Uned ha estado analizado cómo ha cambiado la brecha salarial en los últimos años y ha visto que se ha ido reduciendo hasta el punto de que, desde 2019, las mujeres menores de 25 años ya cobran más -un 3,8%- que los hombres de su misma edad. «La razón es que tienen una menor tasa de abandono escolar temprano y más estudios universitarios», explica.
Si hay algo que caracterice para bien a esta generación es que ha podido disfrutar de más oportunidades formativas que las anteriores. Tal vez la calidad educativa sea peor que antes, pero es indiscutible que muchas más personas acceden a él y permanecen más tiempo escolarizadas. El abandono escolar temprano aún es alto (13,6%), pero se ha reducido de forma considerable en relación a principios de los 90, cuando superaba el 40%. Además, la mitad de los jóvenes posee estudios universitarios o de FP Superior, cuatro veces más que hace 35 años.
Ascensor social
Francisco Pérez, director de Investigación del Ivie y catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Valencia, afirma que «un joven con estudios superiores tiene un 60% de posibilidades de acabar en un estrato socioeconómico alto». Se muestra convencido de que «el ascensor social sigue funcionando, más que a finales de los años 80». «La inserción laboral de los universitarios es mejor ahora que hace 10 años y que hace tres décadas», coincide Verd.
José Pedro recuerda que sus hermanos -él es el conserje y ella trabaja en una óptica- no fueron a la universidad porque «les tocó una buena época económica». Tienen 10 años más que él y crecieron con la burbuja inmobiliaria, que provocó que muchos chicos y chicas abandonaran las aulas para irse a trabajar a la construcción o a la hostelería. «Había buenas perspectivas de trabajo y ganaban suficiente para comprarse una casa y un coche. Yo entré en la universidad en 2012 y, debido a los problemas que generó la crisis, se produjo un cambio de mentalidad: casi toda mi generación tiene estudios superiores».
Reconoce que, en general, a sus compañeros del instituto les ha ido bien, sobre todo a los del sector tecnológico. «Mis amigos también están trabajando en lo suyo, sobre todo los ingenieros, que progresan en la empresa y tienen mejores salarios», coincide Anne, doctoranda en la Universidad Pontificia Comillas, donde aplica modelos de machine learning para el sector eléctrico. Estudió Ingeniería en Tecnologías Industriales en la Universidad Carlos III de Madrid, donde, con 30 matrículas de honor y una media de 9,32, fue la número uno de su promoción. Después hizo un máster en Matemática Industrial y, aunque le gusta mucho la docencia, no descarta dar el salto a una empresa privada, donde «hay mucha demanda de profesionales y la progresión salarial es más alta». Dice que le va bien y gana un sueldo razonable. Se ha independizado de sus padres y no paga un alquiler demasiado elevado porque vive bastante lejos del centro de Madrid.