De toda esta cleptomanía de ideas no ha escapado ni la China, empezando por una profunda envidia al tercer mandato de Xi Jinping. El gran timonel de la Casa Blanca intenta llevar a cabo su propia revolución cultural. Aspira a un proteccionismo comercial como el que impide el acceso al mercado chino. Y comparte con Pekín el fetichismo por los muros y murallas. Por no mencionar un ingente problema de corrupción y una purga continua entre altos cargos.
Es verdad que, de puertas para fuera, Trump encasilla a China como un pérfido enemigo. Pero de un tiempo a esta parte ha empezado a tomar prestado de los comunistas el modelo de economía planificada. Hasta el punto de que algunos críticos han acuñado la expresión «maoísmo MAGA» para explicar la forma en que Trump está metiendo mano en Estados Unidos no solamente a lo público sino también al sector privado. En una reciente entrevista a la revista 'Time' llegó a afirmar: «En nombre del pueblo estadounidense, yo soy el dueño de la tienda y yo fijo los precios».
Trump no pestañea a la hora de exigir que Apple, Samsung y otros fabricantes trasladen sus líneas de producción a Estados Unidos; ordenar que Walmart, la cadena de grandes superficies, absorba el coste de los aranceles antes que subir precios, o incluso reclamar que los padres americanos compren a sus hijos menos juguetes 'made in China'. No está nada mal para alguien que acaba de aceptar un avión de 400 millones de dólares regalado por Qatar y está monetizando la Casa Blanca como nadie se atrevió nunca.