Esta realidad de la soledad se ve reflejada en los costes sociales y sanitarios que requiere la atención pública de las personas solas, especialmente las que no pueden valerse por sí mismas para procurarse un mínimo de calidad de vida. El Observatorio Estatal contra la Soledad no Deseada ha cifrado en 6.101 millones de euros el coste sanitario que conlleva este problema. Es un importe que, al margen de su dimensión cuantitativa –siendo significativa–, expresa la gravedad social de la situación y, también, un proceso de sustitución de la red familiar por la red administrativa. El Estado no puede ni debe asumir acríticamente semejante responsabilidad, pero entonces habría que plantearse seriamente qué alternativas puede ofrecer una sociedad moderna, industrial y de servicios para frenar esta pandemia silenciosa y cronificada. La solidaridad humana, el compromiso familiar, la comunicación vecinal y, por supuesto, el apoyo asistencial público y privado son elementos imprescindibles para cualquier proyecto de corrección de esta forma de soledad y, hablando claro, del abandono de muchos de nuestros mayores.
Los jóvenes no son ajenos a un sentimiento de soledad que afecta al 25,5 por ciento, a pesar de los estereotipos sobre el ocio en común que suelen etiquetarlos. Hay jóvenes aislados por problemas de salud mental –cada año en aumento–, de acoso escolar, de discriminación por su orientación sexual o su origen extranjero, o aislados simplemente por la sustitución de la relación humana por la digital. La solución a estos problemas no consistirá en negar la realidad ni en exagerarla, sino en aceptar que la sociedad española tiene fisuras que debe cerrar con un esfuerzo propio, centrado principalmente en la cobertura familiar a jóvenes y mayores, y con mecanismos de detección temprana de una soledad que nunca llega de golpe a nuestros hogares.