Porque el éxito de Bad Bunny no es un fenómeno aislado, sino una demostración en directo de cómo opera la economía de la atención, ese nuevo orden mundial donde los recursos escasos no son los dólares ni los barriles de petróleo, sino los minutos que cada uno dedica a una canción, un vídeo o una red social. Y en ese mercado -más despiadado que cualquier otro oligopolio-, el puertorriqueño ha logrado lo que los reguladores europeos llevan años intentando sin éxito: imponerse en un ecosistema dominado por gigantes norteamericanos, algoritmos opacos y enormes sesgos lingüísticos a favor del inglés.
El dominio de Bad Bunny revela dos tendencias económicas profundas. La primera es que las plataformas han roto la geografía del consumo. El español, que durante décadas fue considerado un idioma de nicho en las industrias culturales globales, hoy entra sin pedir permiso en la primera línea del reparto de ingresos. Más que un triunfo latino es un recordatorio: cuando el mercado deja de estar mediado por intermediarios analógicos con poder, la demanda real emerge sin complejos.
La segunda tendencia es aún más interesante. El éxito masivo ya no depende del gusto promedio, sino de la capacidad de ocupar la conversación digital. En un entorno donde la gratificación es inmediata y la oferta infinita, prevalecen quienes pueden generar un relato continuo, casi industrial, sobre sí mismos. Y ahí Bad Bunny es menos un artista y más una máquina de producción de relevancia. Un agente económico que entiende que, en la era de la atención, lo importante no es sonar bien, sino sonar constantemente.
Hay un tercer elemento, más incómodo: la desintermediación del poder cultural tiene consecuencias políticas. Si un artista latino puede reordenar las preferencias globales sin pasar por Los Ángeles, también puede hacerlo cualquier actor político, mediático o económico. El control de la agenda -esa vieja obsesión de gobiernos y medios- ya no se juega en las ruedas de prensa, sino en los algoritmos que deciden qué se escucha, qué se ve y qué se olvida. Y esos algoritmos viven en otro país.
La coronación anual de Bad Bunny no dice nada sobre el futuro de la música, pero dice muchísimo sobre el futuro de la economía. En un mundo donde la atención es la nueva divisa, los ganadores serán quienes aprendan a captar -y mantener- la mirada global. El resto seguirá cantando en la ducha. jmuller@abc.es