Algo así debió de pensar el padre Ángel, el hombre de la bufanda roja y la bondad infinita, cuando decidió abrir las puertas de la iglesia de San Antón a los sin techo, a los perdidos, a los que ya no tienen a quién rezar ni dónde dormir. Pero la salvación, en este Madrid que se devora a sí mismo, siempre tiene un precio.
La historia de esta iglesia es, en sí misma, la historia de la ciudad. Fue hospital de leprosos hasta que Carlos IV se la entregó a los Escolapios. Más tarde, el Vaticano le regaló al rey los restos de San Valentín, mártir de los enamorados. Siglos después, en 2015, la Conferencia Episcopal decidió reabrir el templo —cerrado durante años al culto— y cedérselo a Mensajeros de la Paz, la fundación del padre Ángel. Aquel gesto de caridad se convirtió en símbolo de apertura y esperanza. Hasta que la caridad empezó a oler mal.
Lo que hoy sucede a las puertas de San Antón poco tiene que ver con la parábola del descanso del alma. Vecinos de Chueca y de la calle de Hortaleza denuncian que el templo se ha transformado en un foco de inseguridad y degradación. Dense un paseo y lo comprobarán ustedes mismos. Telemadrid contaba hace unos días que la zona es escenario habitual de peleas, trapicheo de drogas, robos e incluso escenas sexuales apoyadas en la pared. Hay quienes aseguran que el suelo donde se reparten los bocadillos está marcado por el pis y los gritos de cada madrugada. Dentro, los jardines que bordean el templo tampoco escapan al desorden.
Según publicó 'Iglesia Noticias', el espacio se usa para drogarse, defecar o fornicar, y varios extrabajadores denunciaron agresiones y amenazas mientras intentaban poner orden. Uno de ellos afirmó haber sido amenazado con un cuchillo por exigir que se respetaran los horarios.
La parroquia, nacida para dar cobijo, se ha convertido —según los vecinos— en un refugio de sombras. La presión mediática ha sido tal, que el propio padre Ángel ha tenido que ponerse la bufanda roja y dar la cara. En una entrevista con La Sexta admitió que «algunas personas que acuden a la iglesia, si lo hacen bajo los efectos del alcohol, pueden gritar o hacer alguna de las cosas denunciadas». No es una confesión menor: significa reconocer que la frontera entre la ayuda y el descontrol se ha desdibujado.
Ante la tensión, el templo ha movido ficha. Según Onda Cero, se ha cambiado el horario del reparto de alimentos, concentrándolo en la mañana para evitar los tumultos nocturnos que acababan en bronca o en intervención policial. El gesto busca calmar los ánimos, aunque pocos creen que con eso baste. Porque lo que ocurre en la puerta de San Antón ya no es solo cuestión de horarios, sino de modelo: de cómo se gestiona la compasión cuando se mezcla con la miseria y la calle. Es una paradoja que San Antón sea el patrón de los animales. En estos diez años, los alrededores se han convertido en un zoo de miserias humanas.
Los vecinos, cansados, piden el cierre o la reubicación del proyecto. Ellos hablan de miedo: de salir de casa y encontrarse con jeringuillas, broncas y olor a orina. El padre Ángel, en cambio, habla de misericordia: de abrir las puertas sin preguntar quién eres ni de dónde vienes. Y entre ambos discursos —el de la caridad y el del hartazgo— se libra una batalla invisible, tan madrileña como el propio templo.
Porque San Antón ya no es solo una iglesia: es el espejo donde se miran dos ciudades distintas. La que quiere ayudar y la que ya no puede más. Y quizás ahí esté la verdadera parábola: que a veces, cuando uno abre la puerta para aliviar el dolor del mundo, el infierno entra por ella.