En Sabina no hay último concierto, ni hasta siempre, ni volvamos a empezar

No hay porque creerle, aunque pueda ser verdad: puede que el de hace unas horas (incluso el de ayer) sea el último concierto de Joaquín Manuel Martínez Sabina, Joaquín Sabina para el mundo. 74 años.

Un último concierto de Sabina, si algo así se cumple, invoca a tres generaciones. Es un tipo cuyas canciones aún cantan los que corrieron delante de los grises y los nietos de esos hijos de la ira mientras trastean con el móvil. Un último concierto de Sabina, si algo así tiene sentido, tiene algo de llanto bocabajo y una imprecisión de época en derrota. Qué sé yo.

A las 21.10 salió de flaco y bombín, con la voz de siempre últimamente, y todas las gargantas fueron juntas a su encuentro. Arrancó con Cuando era más joven, con unas gotas de melancolía y «plagiándome a mí mismo como un loro», y la noche se puso en pie, y la gente con ella. Sabina ni afirma ni desmiente nada, pero el aroma a cita ultima, a encuentro sin vuelta atrás estaba sobrevolando el Wizink de Madrid, confirmando un poco el lema de esta gira que aquí queda: Contra todo pronóstico. Porque las cosas de Sabina son un secreto guardado por las horas. En esta ocasión, las dos (pasadas) que ofreció de concierto, con temas dispuestos ya como repertorio asambleario, como plazas de pueblo, como manifestaciones pacíficas, como capital compartido: Yo me bajo en Atocha, Lo niego todo, Mentiras Piadosas, Lágrimas de mármol, Cuando aprieta el frío. «Aprovecho esta primera parte del concierto», dijo, «para rescatar algunos temas que merecieron ser más escuchados».

A las 21.42 cambió taburete por mesa de velador. Y la noche se puso íntima y rompió por Chavela: Por el bulevar de los sueños rotos. Sobre el escenario, la banda de tantos años dispensando manto y cobijo al cantautor: Mara Barros (vocalista), Pedro Barceló (baterista), Laura Gómez Palma (bajo), Borja Montenegro (guitarra), Josemi Sagaste (saxo y falda escocesa), Antonio García de Diego (guitarra, piano, harmónica, voz) y Jaime Asúa (guitarra y voz), que cubre la vacante de Pancho Varona después de cuatro décadas al alimón.

Otros temas hilvanaron un poco más la improbable despedida sabinera. El momento de calambrazo fue con Tan joven y tan viejo. Eran las 22.15 y todos en pie. A la orilla de la chimenea, Una canción para La Magdalena o 19 días y 500 noches con el recinto en combustión. Y Peces de ciudad. Alrededor de estas letras hay una lumbre para muchas bocas que se calentaron y se calientan con versos de Sabina. Porque una de las potencias de este hombre es el vínculo que establece en sus canciones. Ese lugar fabuloso de la apropiación indebida del sitio de todos. Es decir: Sabina le dice a la gente lo que le ocurre a la gente, pues eso mismo le ha pasado a él. Y las mujeres y los hombres buscamos que nos cuenten, también o sobre todo, lo que nos ocurre. Lo que nos hermana. Lo que nos distingue en apariencia, pues en las cosas de vivir somos un poco los mismos. Y es que vivir es ir tropezándose con otros.

Hace tres años, el cantante salió del WiZink antes de tiempo y en camilla. La gira que acaba es su peineta a la caída que lo instaló en la UCI de un hospital de Madrid. Debía regresar para decir que quizá se marcha, aunque la nostalgia apriete. Para decir como en el poema de Rubén Darío: «Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto». Porque, entre otras cosas, el gaznate es consciente de su condición de alijo de cristales de tapia y cada día falta más gente de aquellas fotografías.

El final del concierto aumentó la concentración de emociones. Y trajo Zambra: Y sin embargo te quiero, sideral Mara Barros. Sabina empalmó con Y sin embargo. Pabellón en pie. Son las 22.48. La guitarra de Asúa arma la de dios. Suena Princesa. Al terminar la canción, la banda y el cantante hicieron reverencia simulando un final en el que tampoco creía nadie. El aquelarre estaba en alto. A los pocos minutos, la banda regresó al escenario del WiZink. Y arrancó los bises con El caso de la rubia platino, interpretada por Jaime Asúa. Y en los últimos compases, regresó Sabina. Había cambiado el fondo de armario: levita de Rimbaud y sombrero de copa baja. Desplegó Contigo, Noche de bodas y, de remate, Nos dieron las diez. «Nos dijimos adiós. Ojalá que volvamos a vernos»... «Ojalá», atajó.

Flaco de huesos por fuera, chaquetas de rumor castizo, el madrileñismo cultivado con ánimo de leyenda, los pantalones estrechos afirmando las patas de grillo, la sortija de calavera en el dedo corazón de la mano derecha. Sabina en Madrid es otra cosa: liturgia o misa de catedral golfa. Un rastro de cosas nuestras. A las 23.13 llegó la fiesta de despedida: Pastillas para no dormir. Dejó la tarima con dos palabras de remate, «hasta siempre», y la canción de los buenos borrachos. Salió con paso corto y aleluyas en el pico. Y, ahora sí, la noche se abrió a más noche con una pregunta haciendo pasaditas de vencejo entre la afición: Joaquín, mañana qué.