Una doctora de Arahal escribe el libro del duelo tras perder a su hijo con 26 años>
La doctora Cabrera o Rosario, nombre con el que la conocen en Arahal, siempre ha sido una persona cercana, amable y querida. Su profesión ha permitido que canalice esta forma de ser hacia un objetivo: preocuparse por los demás y salvar vidas. Está muy capacitada para hacerlo, después de 16 años en la UVI de Emergencias de Morón de la Frontera y 34 de profesión. Por eso el día que Abel tuvo el accidente, luchó para que su profesionalidad estuviera por encima del papel de madre del joven de 26 años que estaba tirado en la carretera, «maltrecho» y necesitado de cuidados médicos urgentes. Llegó al lugar del accidente antes que el equipo médico y comenzó a actuar. «Recuerdo que lo llamé y, también, que me dijo mamá». Pero ya no habló más.
Cuando llegaron los sanitarios, trabajaron juntos para atender a su niño. «Sabía que la situación era complicada por la sudoración. Trabajo con este tipo de accidentes a diario». El libro recoge la dureza de los recuerdos de ese día, el peor de su vida. «Cuento cómo fue desde por la mañana hasta el momento del accidente. Y después, la experiencia tan fría que viví en el hospital. El hecho de que no haya un lugar en el que puedas estar para despedirte de tu hijo». E inmediatamente, añade, «eso tenemos que trabajarlo» y se refiere a ayudar a las personas que pasen en un futuro por la misma situación que ella intentando que lo incluyan en los protocolos de los hospitales.

De hecho, desde que murió Abel, Rosario Jiménez acude a cada duelo de familias a las que le toca vivir este trauma que ella dice reconocer en los ojos. «Cuando una madre o un padre pierde a un hijo, para saberlo sólo hace falta mirarlos». Cada uno lo interioriza y lo expresa de manera diferente pero «todos tienen la misma mirada». En esa mirada se ve reconocida cuando acude a dar y sentir el consuelo que necesitan otras familias cuyo dolor es reciente.
«Usted no sabe lo que es esto»
Y en esa mirada se vio reflejada cuando, a causa de tu trabajo, tuvo que atender en Morón de la Frontera, a una madre que lloraba en el tanatorio la pérdida de su hijo. «Usted no sabe lo que es esto», le dijo la mujer. No pudo impedir que las lágrimas bajaran sin control por su rostro. «Sí hija, lamentablemente sé por lo que estás pasando, perdí a mi hijo con 26 años en un accidente de tráfico». En ese momento, ve como la señora cambia su actitud, este tipo de dolor sólo se sabe si se sufre en carne propia.
Por esta razón, la sociedad no entiende cómo las madres (y los padres) que pierden a sus hijos necesitan ir casi a diario al cementerio. «Vengo de hacer la guardia y lo primero que hago es ir al cementerio. Me siento allí para hablar con él. Pongo una canción suya que tengo grabada. No le hago daño a nadie» y afirma que no se puede juzgar esta decisión. El trabajo ha sido también una manera de buscar consuelo, desde el accidente es más consciente, si cabe, de que puede salvar vidas y en cada una de ellas, ve a Abel. «Cuando lo perdí, solo falté a dos guardias, necesitaba trabajar».
Al joven le encantaba cantar acompañado de su propia guitarra y lo hacía en el patio de su casa. El de la doctora Cabrera era un hogar lleno de música, todos cantaban hasta el día del accidente en el que se hizo el silencio. Los primeros días, la sensación es que «mi niño estaba de viaje y esperas que entre por la puerta, no eres capaz de aceptar que se ha ido para siempre». De hecho, la doctora no entendía que hubiera otras familias, con el mismo tipo de pérdida, que citaran esa palabra cuando iban a consolarla. No podía ser para siempre.
Ahora sí lo entiende y lo explica en el libro donde quiere dejar claro que, a pesar de la «mutilación» que supone la pérdida de un hijo, puedes seguir sobreviviendo y aprendiendo.
En Arahal es una persona muy querida y hay vecinos que ven en ella a «un ser de luz». Se sorprende por esta descripción, que ha oído en más de una ocasión, y sólo acierta a decir que «la muerte de Abel me ha hecho mejor persona». O quizás, los vecinos, pacientes y amigos cercanos que han coincidido en alguna ocasión con ella, piensan que verla pasar por este trauma con esa dignidad y humanidad que muestra a diario, la acerca a la mejor parte del ser humano.
Ha sido un «para siempre» que el tiempo ayuda a entender, «te vas haciendo a la pérdida». Pero Rosario quiere seguir sintiendo el dolor que habita en el trozo grande de corazón que corresponde a Abel. «El amor que siento por él es más fuerte que la muerte. Y sé que la muerte me lo quitó pero el dolor de su pérdida y el amor que le tengo no me lo puede quitar nadie. Aprendo cada día a vivir sin él, igual que cuando te mutilan».
«Vamos, titi, que estoy aquí contigo»
Y describe a Abel con los ojos llenos de lágrimas, trasladándose a ese patio donde él cantaba o a su propia habitación que, cuatro años después, sigue como la dejó.
Los apuntes de las oposiciones para ser maestro de Educación Física son los únicos que su madre ha movido a un cajón «por si algún día vuelve». El joven era también «un ser especial», lo decía todo el que lo conocía, amigos y familia. «Hace poco hemos retomado la música porque mi marido y mi hija cantan muy bien. La música tenía que ser el camino y, cuando los escucho cantar, sé que ya estamos otra vez los cuatro juntos».
En estos días, Rosario se prepara para presentar el libro. Dice que quiere leer la carta que le escribió a Abel pero que no está segura de poder hacerlo. La acompañarán su marido, Antonio Muñoz y su hija Celia de los que dice que «no podría haber hecho este camino sin ellos», además de otros familiares y amigos. Pero seguro que también estarán presentes muchos vecinos de Arahal a los que agradece en el libro cuánto consuelo le han dado. «Había gente que me paraba por la calle y, sin mediar palabra, me abrazaba. Nunca he sido consciente hasta la muerte de Abel de lo que me querían en Arahal».
La presentación será el 23 de mayo a las 20:00 horas. La profesora arahalense, Adelina Gago, estará también a su lado. Ha sido la que lo ha preparado para su publicación.
Seguramente Abel volverá al hombro de Rosario, acompañándola como cada minuto del día, y, cuando ella lo mire de soslayo pensando que ni puede ni quiere dejar de sentirlo muy dentro, ella creerá oírlo decir: «Vamos, titi, que estoy aquí contigo».