«¡Que arda ya todo para volver a vivir tranquilos!»

Leandro recuerda a la perfección cómo se inició el fuego a la entrada del pueblo a las cuatro de la tarde. «Por supuesto que no fue casualidad». Los vecinos salieron a toda velocidad para evitar que llegara a las casas. Consiguieron desviarlo gracias a un cambio en la dirección del viento. Desde ese día, «cinco días en los que no solo apagábamos aquí, sino en otros pueblos cercanos», con la frustración de ver «cómo ardía todo. Apagábamos, marchabas para otro lado y te volvía a arder, de lo seco que estaba todo».

El lamento de Manuel es que «todos los años tenemos algún incendio». La paciencia y el aguante de los vecinos está llegando a su fin. «Lo triste es que nos estamos mentalizando de que esto se acabará cuando no haya ya nada más que quemar», y alrededor de la aldea solo haya un mar negro de ceniza, como la que Manuel lleva días recogiendo de su terraza. Al menos hoy se ha podido dormir. Durante los fuegos «te tumbas en la cama, te entra el olor al humo, te levantas y lo ves al asomarte por la ventana, te vuelves a tumbar un rato, quedas un poco traspuesto pero enseguida te sobresaltas y vuelves a mirar». «Es un sinvivir».

Apenas queda gente joven en Vilar de Cervos. Juan José, con una afilada memoria a sus 92 años, cuenta que cuando las minas de wolframio estaban operativas, llegó a contar con cerca de 900 vecinos venidos de todas partes. Eran los años cuarenta. Acabó la guerra, Alemania dejó de comprar mineral y empezó el lento declive. Hoy quedan apenas cuarenta personas, y algunos como Simeón y Josefina, afincados en Vitoria, regresan en vacaciones al pueblo para un descanso que el fuego no permite. Ellos también conviven con el miedo, porque colindando con el patio trasero hay unos árboles, y es un flanco vulnerable si el fuego vuelve. Pocos creen que no lo vaya a hacer, dado que depende de algo tan aleatorio como el afán de un incendiario de prenderle al monte.

Línea de capachos

El fuego de Vilar de Cervos extendió su amenaza hasta las casas de A Veiga das Meás, a unos cinco kilómetros. La pequeña parroquia parece estar blindada por cubos y capachos llenos de agua, a la espera de que el frente ígneo vuelva a asomar. Se ven en cada entrada, en las casas que miran a los árboles, al final de las corredoiras, por si salta una llama y alguien tiene que ir corriendo a espantarla.

«Me paso todo el día vigilando», cuenta Benjamín, «porque nos queda ese trozo arbolado de ahí, y tenemos miedo de que nos venga por abajo». Si ocurre, su casa está condenada. Lleva un brazo en cabestrillo, tras caerse durante las tareas de extinción del fuego. Desde donde mira al campo se distingue la línea donde murió el fuego, apagado por las garrafas de los vecinos, que hicieron una cadena humana para llenarlas y arrojarlas para sofocar las llamas. También aquí hay capachos, desconfiados, preparados para lo que pueda pasar.

«Si esto llega a suceder dentro de quince días, que la gente se ha marchado, y solo quedamos aquí cuatro vecinos, imagínate». Francisco García repite algo escuchado antes: «Aquí jóvenes no hay, somos todos gente mayor». La suya es una paciencia igualmente agotada. «Yo soy partidario de que se queme todo ya, siempre que no entre en viviendas, para vivir unos años tranquilos». No es una boutade, es la expresión del hastío. «Pero la naturaleza no arde sola, eh», aclara, «eso fue intencionado, porque en un mismo día había un fuego allí, otro más allá, por todos lados».