Ahora, y bajo la dirección del científico español Juan Pérez Mercader, del Departamento de la Tierra y Ciencias Planetarias y de la Iniciativa Orígenes de la Vida de la Universidad de Harvard, un equipo de investigadores de esa institución ha logrado un hito asombroso: crear un sistema químico que, sin llegar a ser biológico, exhibe algunas de las propiedades más fundamentales de la vida: metabolismo, reproducción y evolución. Una auténtica 'protocélula' artificial que muestra, en la práctica, cómo pudo producirse el 'salto' de la química a la biología hace ya miles de millones de años, en la 'sopa' primordial de elementos de la Tierra primitiva. Y lo más increíble: la receta ha resultado ser asombrosamente simple. Los resultados del estudio se publicaron recientemente en 'Proceedings of the National Academy of Sciences'.
«Que yo sepa -explica Pérez Mercader- esta es la primera vez que alguien ha hecho algo parecido, generar una estructura que tiene las propiedades de la vida a partir de algo completamente homogéneo a nivel químico y desprovisto de cualquier similitud con la vida natural. Estoy súper, súper emocionado por esto».
Buscando el origen de la vida
Hace apenas un siglo, el debate sobre el origen de la vida se movía entre el terreno de la mística y el de la más absoluta especulación. El propio Charles Darwin, uno de los padres de la teoría de la evolución, imaginó ese instante mágico en un 'pequeño estanque cálido' rebosante de compuestos químicos, y en la década de 1950, los experimentos de Stanley Miller y Harold Urey demostraron que, al emular las condiciones de la Tierra primitiva, era posible generar aminoácidos, los ladrillos básicos de las proteínas, a partir de una mezcla de gases bombardeada con electricidad. Pero, ¿cómo pasaron esos ladrillos a formar un organismo completo, con capacidad para replicarse y evolucionar? La respuesta seguía siendo un misterio.
Esa es la pregunta que lleva ya varias décadas obsesionando al físico español Juan Pérez Mercader, que se define a sí mismo como «un niño de 77 años» y que hace gala de un entusiasmo que resulta contagioso. Su currículum es un viaje que parte de la física teórica, la supergravedad, la física de cuerdas y la supersimetría. Un viaje que en 1990 le lleva, en colaboración con la NASA, a fundar el Centro de Astrobiología de Madrid y que finalmente en 2010, desemboca en Harvard, donde desde entonces trata de comprender «por qué la vida existe aquí».
Para entender el alcance del nuevo estudio, es necesario entender que todas las formas de vida, desde las más simples a las más complejas, comparten una serie de atributos básicos, como manejar información química, metabolizar alguna forma de energía para poder sostenerse (desde hacer la fotosíntesis a consumir alimentos), construir las diferentes partes de sus cuerpos, reproducirse y evolucionar en respuesta a las cambiantes condiciones del medio ambiente.
De la teoría a la práctica
Durante años, los esfuerzos por comprender todos esos procesos han sido fundamentalmente teóricos, y se han basado, en su mayor parte, en formular complejas ecuaciones matemáticas para describir los principios básicos de la física y la química que rigen la biología, y tratar después de usar las soluciones encontradas para sintetizar vida artificial en las probetas de los laboratorios. En definitiva, enormes esfuerzos teóricos pero con pocas, o ninguna, demostraciones experimentales.
Pero Pérez Mercader buscaba una alternativa a toda esa complejidad. Y se planteó si toda la bioquímica tal y como la conocemos, con su ADN, ARN y proteínas, era realmente necesaria para que un sistema químico empezara a reproducirse, a multiplicarse a sí mismo. La respuesta fue un rotundo 'no'.
En el nuevo estudio, en efecto, el equipo de investigadores trató de demostrar cómo la vida, o un proceso muy similar, puede 'arrancar' de forma espontánea a partir de materiales no biológicos, como los que estaban disponibles en el medio interestelar (las nubes de gases y partículas de las que surgen las estrellas). Y que para ello es suficiente obtener energía de la propia luz de otras estrellas cercanas.
Un experimento sencillo
El experimento de Pérez Mercader y sus colegas sorprende por su sencillez. En un tubo de ensayo, una versión moderna del 'pequeño estanque cálido' de Darwin, el equipo mezcló cuatro moléculas no biológicas, pero basadas en el carbono, con agua. No había ADN, ni proteínas, ni nada que remotamente se pareciera a una célula. El único ingrediente que faltaba era la energía. Y la obtuvieron de una fuente tan simple como la luz.
El sistema se basa en un proceso conocido como Polimerización-Inducida de Autoensamblaje (PISA). Al encender una serie de luces LED verdes, las moléculas comenzaron a reaccionar. Es como si, al recibir ese 'empujón' de energía, los ingredientes desordenados se pusieran de repente manos a la obra para 'organizarse'.
El resultado fue la formación de anfífilos, moléculas con una parte que 'odia' el agua (hidrofóbica) y otra que la 'ama' (hidrofílica). Los anfífilos, al igual que el aceite en el agua, tienden a agruparse para proteger su parte hidrofóbica del líquido circundante. Así, y de forma espontánea, se autoensamblaron en estructuras esféricas llamadas 'micelas', que a su vez se transformaron en vesículas, esferas huecas con un contenido acuoso en su interior. Había surgido una 'protocélula', equipada además con una membrana, la 'piel' que separa el interior del exterior.
Punto de no retorno
Pero el espectáculo no terminó ahí. Dentro de estas vesículas, las reacciones químicas continuaron, alimentadas por la energía de la luz. Y a medida que crecían, el sistema llegó a un punto de no retorno: para liberar la presión interna y continuar su desarrollo, las vesículas expulsaban más anfífilos, a modo de 'esporas' o 'retoños'.
El proceso tenía lugar de forma similar a un globo tan lleno de aire que una parte se escapa a través de los poros de su superficie, lo que a su vez puede dar origen a otros globos. Del mismo modo, en el sistema de Pérez Mercader la presión interna por la acumulación de polímeros hace que la membrana de las vesículas se deforme, y que expulse 'esporas' que a su vez crecen y se convierten en nuevas vesículas.
Pero, aún hay más. De hecho, el equipo de Harvard descubrió que las esporas expulsadas no eran copias perfectas de la 'vesícula madre', sino que cada una mostraba pequeñas variaciones en su composición o tamaño. Algunas de estas variaciones, por casualidad, hacían que las 'hijas' fueran más eficientes en su metabolismo y por tanto más propensas a sobrevivir y a reproducirse. Y así, de forma espontánea y sin necesidad de ADN, comenzó la evolución.
Estos resultados son la prueba tangible de que los sistemas simples pueden dar el 'salto' a lo complejo, y que algo parecido pudo suceder también en la Tierra primitiva. Según Pérez Mercader, el experimento, cuyo resultado no es en absoluto un ser vivo, sí que es un modelo de cómo la vida podría haber comenzado hace alrededor de cuatro mil millones de años. Un sistema similar, en efecto, podría haber evolucionado químicamente en aquel lejano momento y dado lugar a LUCA, (Last Ultimate Common Ancestor), el último ancestro común universal, el organismo primigenio del que desciende toda la vida posterior.
En definitiva, el trabajo de Pérez Mercader y sus colegas nos conduce a una nueva forma de entender lo que significa 'estar vivo'. Y parece indicar que, lejos de ser un 'milagro' único e irrepetible, la vida es la consecuencia inevitable de las leyes de la física y la química actuando sobre un conjunto de ingredientes que reciben un 'empujón' de energía. En palabras del investigador español, 'lo que hemos visto es que este simple sistema es el mejor para iniciar este 'negocio' de la vida«.