Lautaro, el delantero con alma de defensa central
El argentino, capitán y líder del Inter, sueña con ganar la Champions, el título grande que le falta en su palmarés
Dembélé (Vernon, 1997) fue durante años una promesa que parecía no llegar nunca. Un extremo eléctrico, zurdo y diestro al mismo tiempo, capaz de bailar con el balón a velocidades imposibles. También un jugador marcado por las lesiones, las dudas, las portadas en negativo. Su paso por el Barcelona osciló entre el deslumbramiento y el hartazgo. Más de 140 millones pagados por él. Más de 100 partidos ausente por problemas físicos. Más de una vez cuestionado por su compromiso. No era solo el cuerpo: también el entorno. Las noches en vela con la consola, las ausencias en entrenamientos, la fama de indisciplinado. En el Camp Nou, su apodo fue «el jugador de cristal».
Pero los años pasaron y algo se transformó. En 2021, el futbolista se casó en una ceremonia discreta en Marruecos. Tuvo un hijo. Empezó a trabajar con nutricionistas, fisioterapeutas personales, a cuidar sus rutinas, a tomarse en serio el tiempo fuera del campo. También asumió que la velocidad no iba a durar siempre. Que debía entender el juego de otra manera. Que driblar no es sinónimo de decidir bien.
En Barcelona firmó números aceptables: 40 goles y 41 asistencias en 185 partidos. Pero las cifras quedaban opacadas por una percepción colectiva: la de un potencial malgastado. En el verano de 2023, con solo 26 años, se marchó al PSG por 50 millones. Casi un regalo. Un adiós con sabor a fracaso.
Sin embargo, en París ocurrió algo improbable. En su primera temporada bajo las órdenes de Luis Enrique, jugó con regularidad, algo ya noticioso en su carrera. No brilló de inmediato, pero lideró al equipo en asistencias y empezó a ganar peso en el vestuario. Luis Enrique, que ya lo había conocido en el Barça, vio algo. Y decidió darle más.
Con la salida de Mbappé rumbo al Real Madrid en 2024, Dembélé dejó de ser un actor de reparto. El técnico asturiano lo situó más cerca del área, reconvirtiéndolo en un falso nueve móvil, imprevisible. Dejó la banda para pisar el centro, y allí encontró el gol. Esta temporada suma 33 tantos y 13 asistencias. Por primera vez en su carrera, fue el máximo goleador de la Ligue 1. Por primera vez, se mantuvo sano durante toda la campaña. Por primera vez, fue el jugador más determinante de su equipo.
«El cambio vino desde dentro», explican en su entorno. Y el propio Dembélé lo resumió en una frase días antes de la final: «Ahora disfruto. Estoy bien físicamente, y también en mi vida personal. Solo quiero jugar y ganar».
Ha pasado de ser «el fiasco de los 135 millones» a estar incluido en la lista de candidatos al Balón de Oro, y son muchos los que ven en Luis Enrique la figura clave y necesaria para este cambio tan radical: «Es otro. El mismo talento, pero con otra cabeza», decía el técnico asturiano sobre él hace días. Fue el entrenador quien lo sentó en el banquillo ante el Arsenal, en un gesto simbólico que muchos entendieron como castigo. Pero también fue él quien lo potenció, lo cuidó, le dio libertad táctica sin regalarle privilegios. En este PSG sin galácticos, Dembélé es el líder de una orquesta colectiva.
Lo que queda atrás -las lesiones, las bromas crueles, las noches sin dormir, el peso de una etiqueta millonaria- parece haberse transformado en motor. Y no es que Dembélé sea ahora un jugador perfecto. Sigue siendo imprevisible. Pero ya no es errático. Y en esa diferencia mínima, a veces, se construyen las grandes historias.
Hoy, con 28 años, llega a su primera final de Champions como protagonista. No como heredero de nadie. No como relevo de Neymar. No como futuro Messi. Sino como Ousmane Dembélé. Y, por fin, eso basta.