

El telescopio espacial James Webb (JWST) comenzó a observar el cosmos en julio de 2022 y desde entonces ofrece a los científicos una herramienta única para entender los acontecimientos que han cambiado galaxias, estrellas y planetas a través de los 13.800 millones de años de historia del Universo. En particular, sobre los primeros 1.000 millones de años de la historia cósmica, que plantean varios enigmas que los científicos aún tratan de resolver. Uno de ellos gira en torno a los primeros agujeros negros conocidos en los centros de las galaxias, que tienen masas sorprendentemente grandes, sin que los investigadores puedan explicar cómo pudieron adquirirlas tan rápido.
En épocas posteriores del cosmos se ha observado que los agujeros negros supermasivos que se encuentran en el centro de las galaxias siguen un proceso de crecimiento gradual, crecen y adquieren masa consumiendo el gas circundante o fusionándose entre sí. "Los agujeros negros eran ya maduros cuando el Universo era muy joven; es como si a escala humana, nos encontrásemos con un cuerpo de adulto en un niño de unos pocos de años", explica el astrofísico del Centro de Astrobiología (CAB), Luis Colina. "No sabemos ni entendemos todavía cómo se pudieron formar estas estructuras en épocas tan tempranas del Universo".
En un artículo publicado este lunes en Nature Astronomyun equipo internacional de investigadores, en el que han participado varios científicos españoles, ha utilizado observaciones del JWST para tratar de arrojar luz a ese misterio sobre la formación de los primeros agujeros negros supermasivos. "Con los nuevos datos, lo que hemos visto es que, además de tener una masa similar a los agujeros negros más masivos que conocemos en el universo cercano, tienen también una estructura similar", relata Colina, uno de los autores principales del estudio.
Así que, descartando varias de las hipótesis previas, los investigadores sugieren la idea de que esos agujeros negros ya tenían esas masas considerables desde el principio, lo que significaría que no se formaron a partir de los restos de las primeras estrellas y luego se volvieron masivos muy rápidamente sino que, presumiblemente, debieron haberse formado con masas iniciales de al menos cien mil masas solares, a través del colapso de enormes nubes de gas tempranas.
El crecimiento de los agujeros negros depende de la materia que acumulan, que forma un disco de gas y polvo (disco de acreción), brillante, caliente y giratorio. En los agujeros negros supermasivos, ese disco de acreción da como resultado un núcleo galáctico activo (AGN, por sus siglas en inglés): una región compacta en el centro de una galaxia que emite una gran cantidad de energía. Un tipo específico de AGN son los cuásares, que se encuentran entre los objetos astronómicos más brillantes de todo el cosmos.
Los científicos explican que el enorme brillo de los cuásares limita la cantidad de materia que puede caer sobre un agujero negro; la luz ejerce una presión que puede evitar que caiga materia adicional. No obstante, observaciones de cuásares lejanos, procedentes de una era remota, conocida como 'amanecer cósmico' (menos de 1.000 millones de años después del Big Bang), cuando se formaron las primeras estrellas y galaxias, han revelado agujeros negros muy jóvenes que habían alcanzado masas de hasta 10 mil millones de masas solares.
Operado por las agencias espaciales estadounidense, canadiense y europea, el telescopio James Webb y su instrumento de infrarrojo medio (MIRI) han cambiado la capacidad de los astrónomos para estudiar cuásares. MIRI fue construido por un consorcio internacional, en el que participaron científicos e ingenieros del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA). Esa contribución les ha permitido tener acceso a tiempo de observación en el telescopio, que decidieron utilizar para observar el que entonces era el cuásar más distante conocido, un objeto llamado J1120+0641. Estas observaciones se llevaron a cabo en enero de 2023 y duraron aproximadamente dos horas y media.
Los científicos explican que esas observaciones constituyen el primer estudio en el infrarrojo medio de un cuásar en ese período del amanecer cósmico, apenas 770 millones de años después del Big Bang. Y la información no proviene de una imagen, sino del estudio de un espectro de luz, en concreto de la descomposición en forma de arco iris de la luz del objeto en componentes de diferentes longitudes de onda. "En realidad, estas nuevas observaciones sólo aumentan el misterio: los primeros cuásares son sorprendentemente normales. No importa en qué longitudes de onda los observemos, los cuásares son casi idénticos en todas las épocas del Universo", señala Sarah Bosman, investigadora postdoctoral en el Instituto Max Planck de Astronomía y coautora del artículo. "No sólo los agujeros negros supermasivos, sino también sus mecanismos de alimentación aparentemente ya estaban completamente maduros cuando el Universo tenía apenas el 5% de su edad actual".
De hecho, la única diferencia es una temperatura del polvo algo más alta, alrededor de cien Kelvin más cálida que los 1.300 K encontrados para el polvo más caliente en los cuásares menos distantes, una diferencia que ningún modelo había previsto.