¿Por qué importa tanto que el presidente de EE.UU. sea un delincuente convicto?

Ante el inicio del proceso de paz entre Trump y Putin, resulta imposible ignorar la mezcolanza de negocios multimillonarios con el final a tres años de brutal guerra. Sin Europa ni Ucrania, hombres de negocios y diplomáticos sentados a la misma mesa en Riad han empezado a discutir los términos de una tragedia/pelotazo que pone fin al consenso mantenido durante 80 años por la política exterior de EE.UU. frente a las agresiones del Kremlin, antes y después de la Unión Soviética.

Todo interés y cero valores, Donald Trump no tiene problema a la hora de legitimar el matonismo de Rusia. En lo que podría llamarse la escuela diplomática de Waterloo, la Casa Blanca ha empezado a jugar al trilerismo más execrable asumiendo como propias todas las patrañas utilizadas por Putin para su agresión no provocada contra un vecino mucho más débil y la matanza de cientos de miles de personas.

El 'bien pagaó' de la Casa Blanca, que siempre ha tenido una inquietante debilidad por el 'genialísimo' de Moscú, ha confirmado su disposición a darle a Putin todo lo que quiere: forzar la salida del Gobierno de Kiev, renuncia de Ucrania a una cuarta parte de su territorio, cero garantías de seguridad, levantamiento de sanciones y readmisión de Rusia en el G-7.

En realidad, nadie debería escandalizarse. Es lo que pasa cuando en virtud de una sobredosis de impunidad se elige a un delincuente convicto como presidente de EE.UU. Alguien que cuelga su foto policial como un trofeo a la entrada del Despacho Oval y que en pleno delirio napoleónico tuitea: «Quien salva a su país, no viola ninguna ley».