Luis Mateo Díez recoge el Cervantes: «Nada me interesa menos que yo mismo»>

Su aventura no fue salir a recorrer el mundo, sino inventarse uno propio, Celama, las Ciudades de Sombra, las comarcas afines, los huérfanos que habitan esas geografías. Huérfanos, dijo, pero herederos de Cervantes. «La entidad de mis personajes no estaba eximida de una incierta heroicidad, tan cervantina y quijotesca, en aras de una imaginación liberadora y redentora, siendo acaso héroes del fracaso», continuó, según profundizaba en la niebla de su reino. «Mis personajes no tienen tanta nobleza pero son conscientes de alguna ejemplaridad heroica, ya que sus aventuras se consuman al doblar las esquinas donde aguarda el destino y la consecuencia de alguna perdición o la expectativa de un sueño que pudiera salvarlos».

No fue un recorrido biográfico el que propuso Luis Mateo Díez, sino sentimental, siempre bordeando su intimidad por la orilla de la imaginación, pues en lo inventado, recordó una y otra vez, está lo interesante, lo valioso. «La verdad es que debiera reconocer una precaria incapacidad para escribir lo que me pasa, lo que en mi existencia sucede, lo que mi biografía propone, nada me interesa menos que yo mismo», aseveró. Y luego, por si no había quedado claro: «Digo esto con una radicalidad sospechosa pero no mendaz, lo digo porque de esa actitud, de esa situación, proviene, no menos sin remedio, lo que narrativamente me importa, el interés de ese cuento de la vida que pretendo con la conquista de lo ajeno».

El Rey incidió en esta idea: «La ficción se ha considerado siempre un viaje. Escribir es descubrir, viajar supone mirar y conocer». Y Celama, sugirió, sería la Mancha del leonés. «Él prestaría con gozo su territorio para que la cabalgara un caballero. La intencionalidad de la cita quijotesca invoca la naturaleza imaginaria de la comarca». Antes, Ernest Urtasun, ministro de Cultura, explicó que ese territorio mítico hunde sus raíces en la tierra del escritor.

Luis Mateo habló mucho de Cervantes, sí, pero citó a Pavese («la infancia es el tiempo mítico del hombre»), a Borges («la irrealidad es la auténtica condición del arte»), a Manuel Longares («la vida de la letra»), a Irène Némirovsky («toda gran novela es un callejón lleno de gente desconocida»). Esa gente, aseguró, amplía la mirada, amplía «el espejo de lo que nos gusta descubrir y contrastar con nuestra sensibilidad, memoria y conciencia». «En ellos constatamos ese compromiso con la vida al que deberíamos aspirar, ya que las artes nos enriquecen y hacen mejores, además del placer que proporcionan».

Terminó volviendo al Quijote, porque aquel «héroe invernal» de su infancia está en el subsuelo de todos sus personajes, que luchan por la vida y la quimera del mismo modo. «Es lo que la imaginación procura para que la realidad, y sus precariedades y afrentas, no culmine la derrota, aunque sea en la experiencia de la muerte cuando el caballero de la triste figura cubra el límite de sus hazañas, desde el trance de una locura redentora a la quimera y, finalmente, a la cordura que ensalza y redime la existencia trastornada de quien salió de casa para salvar al mundo». A él, a Luis Mateo, lo salvan sus personajes. «A ellos vivo entregado».