La decisión del Consejo de Seguridad coincide con un aniversario cargado de simbolismo. El próximo jueves se cumplen cincuenta años de la Marcha Verde, cuando Marruecos aprovechó la máxima debilidad de España, con Francisco Franco agonizante, para ocupar el territorio, forzar la retirada de nuestro país y evitar que Argelia ganara peso en la zona. Medio siglo después, el desenlace político de aquella crisis se escribe en términos similares: Marruecos consolida su posición, previamente bendecida por Washington y aceptada sin explicación alguna por España, que en marzo de 2022 transigió con la tutela marroquí del Sahara. Para nuestro país, esta resolución plantea una cuestión ineludible. Como antigua potencia administradora, España no puede limitarse a ser espectadora. La decisión de Pedro Sánchez de reconocer en una carta dirigida a Mohamed VI la propuesta de autonomía de Rabat como «la base más seria, realista y creíble para la resolución del contencioso» nunca fue discutida en el Consejo de Ministros ni en el Congreso de los Diputados. Aquel viraje, mal comunicado y peor justificado, permanece huérfano de debate democrático.
Hoy, cuando la ONU asume esa misma formulación, España debería explicar con claridad cuál es su posición real: si acompaña esta nueva lectura del Consejo de Seguridad, si la considera compatible con su responsabilidad histórica como potencia administradora y si piensa defender alguna forma de consulta o garantía para los saharauis, pueblo cuya bandera agitó durante décadas y al que decidió dar la espalda hace ahora tres años. Medio siglo después de la Marcha Verde, el Sahara sigue poniendo a prueba la coherencia exterior de España, y también la de un Gobierno experto en plegar velas y banderas.