Desde que el 13 de mayo de 2024 las monjas de Belorado rompieran con la Iglesia católica y firmaran un «Manifiesto Católico» ha llovido mucho. Poco a poco se ha ido abriendo el bombón. Las razones teológicas se han esfumado. Estamos en un vodevil cargado de estertores patrimoniales, financieros y judiciales. La defensa que las exmonjas se hacen de sí mismas ya no es espiritual, profética, es legal, en un Estado de derecho. Han apostado por la ciudad y el negocio de los hombres y no por la ciudad y los negocios de Dios.
En esta ceremonia de instrumentalización de lo sagrado con tintes sectarios cada vez más evidentes, como ha reconocido el experto Luis Santamaría, hay un límite: la vida de las cinco religiosas, de entre 80 y 100 años. Cuando se les pregunta responden que su obispo es Mario Iceta, que echan de menos participar en la eucaristía a diario, vivir en una comunidad estable, rezar en el coro, como ocurre desde que entraron en religión, rodeadas del cariño de las hijas benditas de Santa Clara. Después de dos sentencias a favor del Comisario Pontificio, el futuro no es la resistencia. Las ex religiosas excomulgadas tienen el derecho a buscarse la vida, cómo no, pero no a costa de la de otras personas y, además, vulnerables.
No olvidemos la historia. En 1709 las últimas veinticinco monjas de Port-Royal fueron expulsadas por la autoridad pública. En 1710 se hizo desaparecer todo rastro del cisma. Los edificios de Port-Royal fueron derruidos, el lugar de la capilla convertido en una ciénaga y hasta las cenizas de los muertos dispersadas. Cuestión de tiempo.