Dos hilos de oro
El mismo hilo lo encontramos en la parte final del discurso al Cuerpo Diplomático, cuando dijo que «la Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión». E inmediatamente añadió que la verdad no puede separarse nunca de la caridad, que se preocupa por la vida y el bien de cada hombre y mujer. Es importante, en este sentido, el subrayado de que la verdadera autoridad del Papa «es la caridad de Cristo», realizado en la Misa de inicio del pontificado. La misión no consiste en «atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús». Nada más y nada menos, pero muy poco que ver con ciertas guerras culturales.
En estas primeras intervenciones no ha dejado de referirse a los desafíos de nuestro tiempo, como las guerras, la discordia civil, las migraciones, el uso ético de la inteligencia artificial o una economía que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y ha mostrado cómo la inteligencia que nace de la fe (eso es, en realidad, la Doctrina Social de la Iglesia) puede plasmar un mundo más humano en medio de todos sus cambios históricos, como entendió perfectamente León XIII a finales del siglo XIX.
Pero el primer gran deseo que el Papa León ha querido formular con solemnidad, y al que ha invitado a asociarse a todos los miembros del pueblo de Dios, es el de «una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». Custodiar esa unidad, ciertamente, es una tarea esencial encomendada por Cristo a Pedro y a sus sucesores, y León XIV ha mostrado que la lleva en la cabeza y en el corazón. Una unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno, y que, en realidad, sólo es posible en el abrazo de Cristo resucitado. Como decía el lema episcopal de Robert Prevost, tomado de un Sermón de San Agustín e incorporado ahora a su escudo pontificio: «In Illo uno unum» («En el único Cristo somos uno»).