Trump sale indemne tras un torrente de mentiras y divagaciones sin réplicas

Hace 60 años, la irrupción de los debates presidenciales televisados cambió para siempre la estructura de las campañas, la manera de escoger candidatos, la forma de hacer política, en Estados Unidos, pero también el resto del planeta. Fueron concebidos en una época y para una época en la que las imágenes eran todavía escasas, para generaciones que se habían criado y habían crecido votando a políticos a los que apenas ponían cara y a los que como mucho habían oído por la radio. El mundo de hoy no tiene nada que ver. La política, las elecciones, son ciclos permanentes, 24 horas al día siete días por semana, de imágenes en bucle, vídeos, fotos, clips virales, reels, memes hirientes. Pero a pesar de eso, los debates siguen siendo parte esencial de la liturgia y la coreografía del acontecimiento democrático que sacude cada cuatro años el mundo entero. Y lo ocurrido este jueves por la noche en Atalanta, en la primera cita de 2024 entre los dos aspirantes a presidir EEUU, demostró por qué.

El cara a cara pasará a los libros de historia no por ser uno de los más brillantes, no por frases legendarias, sino por tocar suelo en casi todas las dimensiones imaginables. Por la pésima actuación de sus protagonistas, la ausencia de ritmo, la cascada de falsedades sin réplica y el fracaso absoluto de los moderadores o el formato. El debate, para Biden, tenía sólo dos objetivos: mostrar que a pesar de las críticas a su edad, apenas tres años más que Trump, está en forma, ágil, con fuerzas. Y constatar que a diferencia de su rival, él tiene principios, valores, y que su derrota ante el primer candidato convicto podría en riesgo la democracia. Fracasó claramente en ambas y lo que consiguió en cambio, en un tiempo récord de pocos minutos, es reabrir la discusión, entre su equipo, su partido, sus votantes y los creadores de opinión, sobre si debería retirarse de la carrera para que alguien con más opciones, y menos debilidades, presente batalla en noviembre. Si alguien en el Partido Demócrata no sintió sudores fríos, o incluso pánico por momentos, es que no tenía encendida la televisión.

Fue una tormenta perfecta, especialmente dolorosa en la primera media hora, en la que parecía que podría derrumbarse, quedarse completamente en blanco. Como un boxeador aturdido, la campana de los dos minutos le salvó varias veces, y el público casi parecía estar esperando que sus entrenadores, desde la esquina, arrojaran la toalla para terminar con el sufrimiento.

Al presidente le fue mucho mejor de lo esperado en las elecciones (midterm) al Congreso y Senado de 2022 y el último debate sobre el Estado de la Unión, y eso acalló las voces que pedían renovación. Ahora lo tendrá mucho más complicado porque gritan fuerte y el tiempo se echa encima. La tesis de los Demócratas hasta la fecha es que la persona con más opciones de tumbar a Trump es Biden, veterano senador, ex vicepresidente, hombre y blanco. La sensación, tras hora y media de sufrimiento, es que quizás no. Porque lo que sirvió hace cuatro años, por los pelos, puede que no valga ya.

Todas las previas apuntan al choque inevitable entre dos narrativas: el "felón convicto" contra "el presidente senil". Dos políticos mayores, con una ristra infinita de metidas de pata, caídas, comentarios sin sentido en mítines, cumbres, viajes y reuniones a puerta cerrada con empresarios. De pausas angustiosas, quedarse en blanco, improvisaciones fallidas. La campaña de Trump se volcó en acusar a Biden en la víspera del debate de drogarse para mantenerse en pie, mientras los demócratas incidían en la condena, primera vez en la historia, a un ex presidente. Con decenas de artículos señalando los problemas de ambos para defender con coherencia un argumento. Sin embargo, el debate de anoche se decantó rápido, en poco más de 10 minutos, dejando muy mal herido a un Joe Biden balbuceante, con dificultades para caminar y mantener la atención, incapaz de terminar sus intervenciones o articular una respuesta larga.

Torrente de mentiras y exageraciones

Trump fue lo que ha sido los últimos ocho años. Un torrente de autoelogios, de falsedades, exageraciones y afirmaciones que no soportan el más mínimo examen serio. No importó. En menos de 10 minutos la opinión casi unánime de analistas, comentaristas y expertos políticos es que Biden se había hundido, que no puede ser el candidato demócrata, que no tiene opciones no solo de ganar, sino que tiene las condiciones mínimas para gobernar cuatro años más. Que la pregunta no puede ser si lo deja, sino cuándo y quién será la alternativa.

Millones de personas escucharon a Trump divagar, lanzar soflamas incendiarias, mentir sin parar, sin rubor. Sin consecuencias. Pero todo eso palideció frente a los cientos de millones que vieron y verán a Biden deshacerse ante las cámaras, incapaz de hacer el menor daño, débil, inconexo, sacando sólo el colmillo para intentar defender a su hijo. Casi pueril en sus críticas al republicano, inofensivo.

La estrategia fue lo más sorprendente. Trump aseguró, ufano: "no he hecho nada mal, no hice nada incorrecto, el problema es un sistema amañado", sobre su batalla legal, su ataque permanente a las instituciones, los jueces, sus rivales. A lo que el presidente apenas pudo responder que eso no era verdad, con lenguaje de película de los años 50. Ni una mención en los primeros 50 minutos de debate a los 34 cargos contra Trump. Ni una sola referencia al Asalto al Capitolio. Ni una mención al intento de revertir el resultado de las elecciones, a las maniobras que han convencido a medio país de que hubo un apaño. No supo defender su legado, sus (limitados) éxitos económicos, las tasas de criminalidad. Y eso pasó factura.

En cambio, Trump, mucho más cómodo, suelto, se ensañó aprovechando un formato que le benefició, con unos moderadores conocidos por su hostilidad, sobre todo Jake Tapper, pero que parecían haber hecho voto de silencio. Fue un debate, no un fact checking, y se le permitió decir a la audiencia lo que quiso, sin ninguna corrección, matiz.

Presumió, tranquilo, de su gestión, de la supuesta adoración de los líderes mundiales por su figura, de los números de su presidenci. De superar "test cognitivos" y de sus excelentes resultados en los campos se golf. Y Biden, que mejoró en la segunda mitad porque era imposible empeorar, apenas logró hacer daño. Si su intención era presentar a su rival como una amenaza para la democracia, un peligro para las instituciones, un riesgo para el orden internacional basado en reglas de la OTAN y la ONU, no lo consiguió en absoluto.

El ex presidente, en cambio, disfrutó. Es en el caos, en la confusión, en ese barullo en el que nada es mentira por todo lo es, donde mejor se mueve. Se atribuyó medidas y éxitos que nunca puso en marcha. Se burló de Biden, que parecía envejecer un año con cada pregunta y dos más en cada respuesta. De su familia, de su reputación, le tildó de peor comandante en jefe que ha tenido el ejército norteamericano. Le responsabilizó de abrir las puertas para que "millones de ilegales, directos desde cárceles y hospitales psiquiátricos" hayan llegado para "destruir el país". Aseguró que Corea del Norte, Irán o Rusia no lo respetan. Que "cobra dinero de China" y le llamó "manchurian candidate", una marioneta de un país extranjero. Y rizó el rizo sentenciando que Biden era "la persona más mentirosa que jamás se ha conocido", "el peor presidente de la historia" y concluyendo que "el país no tiene ninguna posibilidad si gana de nuevo". El mensaje que debería haber usado Biden, palabra por palabra.