Las empresas privadas ponen su pie en la Luna: ¿quién es el dueño de otros mundos y sus satélites?>
De tamaño pequeño, las naves Peregrine están diseñadas para transportar entre 70 y 100 kg de carga tanto a localizaciones intermedia (lejos del ecuador lunar) como a los polos, en misiones que durarán más de un día lunar (192 horas). La compañía ofrecerá la posibilidad de transportar cargas más pesadas, incluso vehículos, con su siguiente desarrollo, el módulo de descenso Griffin.
Pero esta compañía no es la única que ya oferta misiones privadas a la Luna, ya que pocas semanas después Intuitive Machine enviará la IM-1 a bordo de un cohete Falcon 9, de SpaceX, en la inauguración de su módulo Nova-C. La NASA pasa así a ser un cliente de distintas corporaciones.
La nueva estrategia de NASA
Con estas misiones lunares, la agencia espacial estadounidense cambia completamente su papel en la exploración del espacio: pasa de gestionar un proyecto de manera global a entregar las cargas útiles (los instrumentos) a un operador comercial (Astrobotic, en este caso) que se hace cargo del diseño, fabricación y, totalmente una novedad, operaciones de la nave, en un procedimiento análogo a lo sucedido con los lanzadores, como es el Falcon 9, de SpaceX; New Shepher, de la compañía Blue Origin; o los Atlas V, Centaur o Delta IV, de United Launch Alliance.
Se trata pues de abrir el abanico de opciones en la exploración del espacio, fomentando el desarrollo de un complejo ecosistema económico y tecnológico que permita una gran diversidad de opciones de lanzamiento y diseño de operaciones. Entre las prioridades se encuentran tanto abaratar el acceso y las operaciones como mantener el liderazgo norteamericano. De hecho, Astrobotic ofrece situar un kilogramo de carga útil en la superficie lunar a un precio de 1,2 millones de dólares y está disponible para cualquier actor, público o privado.
La Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés), en su reunión ministerial de noviembre, que tuvo lugar en Sevilla, ha decidido seguir una estrategia similar e incluir al sector privado más íntimamente dentro de sus estrategias futuras.
La otra competición espacial
Si en los años 60 existió una carrera espacial entre los EE.UU. y la extinta Unión Soviética, estas primeras décadas del siglo XXI se caracterizan por la aparición de numerosos nuevos actores. China, con su potente programa espacial, India o incluso países con un potencial económico mucho menor, como Israel o los Emiratos Árabes Unidos están posicionándose como agentes de gran ambición en la exploración del Sistema Solar más próximo. En paralelo está surgiendo una nueva competición entre actividades científicas y comerciales.
Así, los lanzamientos y operaciones de megaconstelaciones de microsatélites en órbitas bajas alrededor de la Tierra, como es el caso de los pertenecientes a las compañías Oneweb, ahora parte de Eutelsat, o Starlink, suponen unos grandes desafíos no solo para la astronomía realizada desde grandes telescopios terrestres, que han requerido una grandísima inversión económica, sino también para la capacidad de los ciudadanos de disfrutar de un cielo oscuro y cuajado de rutilantes estrellas.
La posible explotación comercial de la Luna abre un nuevo frente en este incipiente conflicto. Nuestro satélite es una excelente plataforma para profundizar en nuestro conocimiento del cosmos, incluyendo el origen de la Tierra y, de manera general, del universo. Grandes radiotelescopios podrían construirse en la cara oculta de la Luna, resguardados de las interferencias provocadas por nuestra sociedad tecnológica. Observatorios que funcionarán en el rango de la radiación infrarroja tendrían una excelente localización dentro de sus cráteres, resguardados de la iluminación solar. Incluso se ha propuesto el uso de inmensos detectores de ondas gravitatorias para estudiar algunos de los eventos más energéticos que acontecen en el cosmos. Sin embargo, estas posibilidades son incompatibles con la minería lunar, objetivo primordial de las actividades comerciales.
Para evitar una 'guerra' entre estos intereses contrapuestos se empieza a proponer la delimitación de áreas en la Luna, la creación de reservas científicas e históricas (como los lugares de aterrizaje de las misiones Apolo), con objeto de salvaguardar un patrimonio único que pertenece a toda la humanidad. Un proceso similar ya sucedió en la Antártida, en donde un tratado internacional garantiza que este continente helado se reserve solo para la investigación.
En el fondo lo que subyace es una pregunta básica: ¿somos los dueños de los planetas, satélites y asteroides? Yendo algo más allá, ¿debemos colonizar Marte, en donde ha podido existir vida? ¿Debemos expandirnos como especie o invertir nuestros recursos en conservar nuestro planeta, mientras que aprendemos estudiando lo que sucede allende su atmósfera? La respuesta debería estar en el contexto internacional y siempre teniendo en cuenta una serie de principios básicos: que toda acción debería beneficiar, desde un punto de vista muy amplio, a toda la humanidad y que, tal vez, no estemos solos.