Viaje al fin del mundo

‘La guerra del fin del mundo’ es seguramente una de las más grandes novelas y con mayor vocación totalizadora del premio Nobel de Literatura fallecido el pasado mes de abril. Dedicada al conflicto de Canudos de 1896-1897, el autor recrea, a partir de una fina relectura y reescritura de la obra de Euclides da Cunha ‘Los sertones’ (‘Os sertões’), combinada con numerosos materiales complementarios, una guerra que fue percibida, por unos, como el fin del mundo, y que tuvo lugar, según otros, en el fin del mundo.

El paso siguiente fue acercarme a ‘Los sertones’, un libro de 1902, inclasificable, mezcla de historia, geografía, sociología, geología, botánica y antropología, que sigue siendo hoy todavía la contribución prístina y fundamental para la interpretación de la guerra de Canudos. Euclides da Cunha estuvo presente en el sertón nordestino en 1897. El impacto de esta obra, una de las más importantes de la Historia de la Literatura brasileña, no me resultó menor.

La guerra fue, por encima de todo, una guerra contra Canudos, esto es, contra lo negativo que Canudos significaba en el marco de la nueva República brasileña, en delicado afianzamiento desde 1889. La construcción imaginaria de Canudos contrastaba con la realidad. Se trata de una historia de miedos, oposiciones (litoral-sertón, civilización-barbarie), otredades, incomprensiones y racismo, en la que se movilizó a la mitad del ejército brasileño para atacar una pacífica aldea sertanera.

La masacre de casi todos los lugareños y prisioneros y la destrucción por parte de los militares, tras tres expediciones fallidas, de la población canudense de Belo Monte, erigida por el mesiánico peregrino Antonio Conselheiro y los suyos en 1893 y que llegó a tener más de veinte mil habitantes, me intrigaba. Desde entonces empecé a recopilar materiales sobre este tema con la voluntad de entender lo ocurrido y, quizá, un día, escribir sobre ello. Deseaba, asimismo, conocer los espacios.

En el hotel del Nobel

Cumplí el sueño de visitar Canudos, distante unas seis horas por carretera de la capital del extenso estado de Bahía, el 21 de abril de 2012. Guiado por el profesor Manoel Neto, aquel día paseé por el Parque Estadual de Canudos —los restos de la iglesia de la segunda Canudos, erigida tras ser arrasada la primera en 1897, asomaban en la presa de Cocorobó, debido al bajo nivel del agua– y visité el Memorial Antonio Conselheiro. Almorzamos en un pequeño establecimiento, el Hotel São João Batista, en donde se había quedado Vargas Llosa los días que estuvo en la zona preparando su novela. Lo recordaba el hijo del que fuera propietario en aquel tiempo, João Guerra. La esposa nos sirvió una comida deliciosa con frijoles, verdura, arroz, harina de mandioca, ensalada y guisos de buey, carnero y pollo. Hacía mucho calor.

Al día siguiente fuimos a Monte Santo y Queimadas, dos escenarios clave de la guerra de finales del siglo XIX. En la primera población estuvimos en la plaza principal —con una escultura del Consejero y el cañón Matadeira—, desde donde contemplamos las estaciones de penitencia del monte, un espacio muy importante en los movimientos religiosos nordestinos. En Queimadas nos acercamos a la vieja estación, sitio de llegada de muchas de las tropas enviadas a Canudos.

Desde allí nos dirigimos a Salvador. Mi hotel estaba situado al lado del mar, en la zona de Amaralina. Aquella noche comí por vez primera un plato suculento, extraordinario: la ‘moqueca’, una combinación de camarones, pescado o cangrejo con verduras, aceite de ‘dendê’, leche de coco y cilantro, servido con ‘pirão’, arroz y ‘farofa’. La música de Vinicius de Moraes y las novelas de Jorge Amado, cuya ‘moqueca’ preferida era la de ‘siri catado’ (cangrejo), me acompañaron en todo momento en la capital bahiana, entre largos ratos pasados en el Pelourinho y otros más en iglesias, ‘sebos’ (librerías de viejo y ocasión), el Mercado Modelo o el Elevador Lacerda, tomando ‘cafezinhos’ y agua de coco helada en la calle. La vegetación tropical y los colores exuberantes distinguen la capital del marrón sertanero, un territorio semiárido de clima cálido y seco, bajas precipitaciones, poca vegetación —la ‘caatinga’, en la que predominan los arbustos espinosos— y sequías recurrentes.

Desde aquel abril de 2012 he regresado muchas veces a Bahía y, en un par de ocasiones, en 2022 y 2023, a Canudos. Guardo un recuerdo muy especial del viaje de 2022. Llegué al aeropuerto de Salvador el 13 de julio e impartí un seminario de un par de días en Alagoinhas. La temperatura, por debajo de los treinta grados, era agradable, especialmente para alguien que llegaba de España y Francia en plena ola de calor.

Canudos es un árbol de historias que contrasta con la bella y agitada salvador

Retorné a Salvador el sábado 16. Los tres días y medio que pasé en la capital bahiana permitieron reencontrarme con dos antiguos estudiantes: Juan Ignacio Azpeitia y Dany Velásquez, con su compañera Camila. El primero, argentino, un músico instalado desde hace años en Salvador, defendió una tesis doctoral sobre Canudos y publicó, en 2023, la novela ‘Bahía negra’.

Con él fui al Archivo de los Capuchinos, aledaño a la iglesia de la Piedad, buscando pistas sobre fray Joâo Evangelista de Monte Marciano, que visitó Canudos en 1895 y redactó un terrible informe sobre Antonio Conselheiro y sus seguidores. Ese día, tras ir a un ‘sebo’, mientras llovía, almorzamos una deliciosa ‘moqueca’ de camarón y pescado en un sencillo restaurante, Solar Boteco, cerca del Museo de Arte Moderno —en este espacio puede contemplarse la famosa escultura ‘Antonio Conselheiro’ (1955), de Mario Cravo—.

Juan Ignacio me había preparado, asimismo, una sorpresa, conocedor de mi interés por el mundo de los ‘orixás’, despertado por lecturas de Jorge Amado, Pierre Verger y Umberto Eco. Consiguió que nos invitaran a un ‘terreiro’ de candomblé en Amélia Rodrigues, a una hora y cuarto de Salvador. Allí nos fuimos un anochecer, respetuosamente vestidos de blanco, para asistir a una impresionante ceremonia religiosa festiva de bailes, músicas, cantos yorubas y trances místicos.

Carlos, el ‘pai de santo’ del lugar, puesto bajo la protección de Oxóssi —el sincretismo bahiano lo identifica en ocasiones con san Jorge—, nos recibió con amabilidad y nos ofreció, al término de las más de tres horas ininterrumpidas del acto, una comida en la que sobresalían las gallinas sacrificadas en honor a los ‘orixás’, cocinadas con abundante aceite de ‘dendê’. Salimos conmovidos de la peculiar experiencia.

Elevador Lacerda, en Salvador de Bahía

El martes 19 viajé a Canudos. Pasamos por Tucano y Euclides da Cunha, nombre actual de la Cumbe de la época de la guerra fin de siglo. Mi colega Osmar Moreira había organizado un simposio en el Memorial Antonio Conselheiro. Aproveché las cuatro jornadas en esta ciudad, de unos 17 mil habitantes, para visitar el modesto pero instructivo Museu João de Régis y para garbear por el cuidado jardín del Memorial, en el que pueden encontrarse plantas y arbustos que cita Da Cunha en ‘Los sertones’, como canudos de pito, mandacarus, favelas o ‘xiquexiques’.

Allí comimos, una de las noches, deliciosos ‘acarajés’, plato típico bahiano de claras influencias africanas, acompañados por camarones y ‘vatapá’. A mediodía, en una ocasión fuimos al pequeño restaurante Terezinha en donde nos sirvieron carnero —la propietaria lo cortaba de unas grandes piezas que se secaban en unas mallas en plena plaza— y, en otra, al restaurante Madalena, en Canudos Velho, a orillas de la represa, con pescado de río frito y en salsa, complementado por ‘pirâo’, frijoles, arroz y ensalada.

Las favelas

Las favelas más arriba citadas están, en concreto, en el origen de una interesante historia. Al terminar la campaña de Canudos, las tropas brasileñas empezaron a regresar al sur. Algunos hombres, junto con sus acompañantes, se instalaron precariamente en Río de Janeiro, en la que iba a convertirse en la favela más emblemática de Brasil: el Morro da Providência. Con el surgimiento desordenado de numerosas y precarias barracas y cabañas, se rebautizó popularmente como Morro da Favela.

Existen un par de interpretaciones: como alusión a una de las colinas de Canudos, coronada por el Alto da Favela, o bien como referencia directa a la planta, abundante en el área canudense, que también crecía supuestamente en la colina ocupada. Pocos años pasaron para que el Morro da Favela fuera identificado con peligrosidad, inaugurando unas asociaciones longevas en el tiempo. El término ‘favela’ iba a generalizarse, a partir de la segunda década del Novecientos, para nombrar las problemáticas aglomeraciones urbanas brasileñas.

El paseo por el Parque Estadual de Canudos, creado en 1986 con un área de más de mil trescientas hectáreas, fue largo. Incluye todo el teatro de la conflagración. Entre los principales sitios histórico-arqueo- lógicos del recinto sobresalen la Fazenda Velha y el Alto do Mário, así como el Alto da Favela, que permite contemplar, en especial en años de sequía, restos de la segunda Canudos asomando en las aguas del Cocorobó. En 2013, por ejemplo, se pudieron hacer algunas intervenciones arqueológicas y la toma de interesantes fotos de satélite del sitio.

Destaca, asimismo, el Vale da Morte, en donde fueron enterrados soldados y sus familias durante la denominada cuarta expedición de la guerra. En toda la zona, bien señalizada, se observan restos de trincheras y la vegetación de la ‘caatinga’ en todo su esplendor. La deambulación resulta impresionante. Tras la visita al parque nos acercamos al mirador del Conselheiro: una gran estatua estilizada del famoso peregrino contempla desde las alturas la zona de Canudos y el embalse de Cocorobó, inaugurado en 1967.

La escritura y los escribidores ocupan un lugar especial en la novela de Vargas Llosa, sobre todo el innominado periodista miope

La escritura y los escribidores ocupan un lugar especial en la novela de Vargas Llosa. Es el caso del indefenso León de Natuba o del revolucionario Galileo Gall, pero sobre todo del innominado periodista miope, un claro homenaje al reportero que también fuera Euclides da Cunha. Él va a llegar a comprender ‘la verdad’ de Canudos. Tras perder sus anteojos, que no son otra cosa que el trasunto de los prejuicios ideológicos, entiende que la presunta civilización se torna, a veces, en barbarie con la excusa de exterminar a los bárbaros. Y se opone al olvido: «De la única manera que se conservan las cosas. Escribiéndolas». Su conclusión se resume en una frase maravillosa: «Canudos no es una historia, sino un árbol de historias».

En el pasado, Canudos es, ciertamente, un árbol de historias, mientras que hoy se me antoja una suerte de arbusto repleto de experiencias y memoria, que contrasta en todo momento con la bella y agitada Salvador. Quizá por todo ello la noche antes de emprender el regreso, de nuevo en la capital bahiana, fui a Djalma, un local popular cercano al hotel Valdemar, a beber unas caipirinhas y a comer una ‘moqueca’ de ‘siri catado’. Quizá por ello, al llegar a mi casa, en España, busqué en la biblioteca ‘La guerra del fin del mundo’ y devoré la novela por enésima vez. Este es un viaje que termina, también, en las páginas de una novela.