Perdió el tiempo mientras duró
Hay libertades que perdemos sin saber que las teníamos, y quizás esas son las más preciadas: de repente un día será obligatorio ponerse los cascos y no levantar la vista de la pantalla durante cualquier viaje o desplazamiento, pero cuando llegue ese día nadie se dará cuenta hasta que se les acabe la batería, si es que las baterías infinitas no llegan antes que nuestra extinción. No sé, hay quien mea con el móvil en una mano y la chorra en la otra. Estamos llegando a nuestro destino, que es el Progreso: un mundo en el que todo lo que queramos ya será obligatorio. Todo menos el tabaco, la cerveza y las grasas saturadas y divertidas. Por ahí no pasamos, por lo visto.
Hace mucho que pienso en aquellos que habrán muerto mientras miraban un reel de Instagram en el que un fulano les contaba el secreto para ser hombres de bien: despertarse a las cinco, ir al gimnasio sin desayunar, trabajar en sus proyectos, cocinar arroz blanco con cosas proteicas... O ese otro en el que una voz grave seguramente generada con inteligencia artificial les cuenta cómo se entrenan los Navy Seal o de dónde sacó su fortuna un millonario al que nadie conocía antes de ese vídeo. Los imagino ahí, sentados tal vez en el baño, sintiendo el hormigueo porque han pasado dos horas ahí (¿dónde se habrán ido mientras ellos se quedaban?, ¿cómo puede ser tan difícil hacer algo?) y no recuerdan si han cogido el móvil porque estaban tristes o están tristes porque no tienen tiempo para ser felices. Hay mucha gente que se gana la vida diciendo a esta gente cómo vivir, cuando ya saben que viven, que vivimos pegados al móvil, que es justo donde nos quieren.
El epitafio, por cierto, es generacional: perdió el tiempo mientras duró.