El Parlamento Europeo aprobó en 2019 una resolución en la que condenaba los crímenes de las dictaduras tanto fascistas como comunistas en la Europa del siglo XX. La formulación fue muy compleja y no se aprobó con facilidad, sobre todo porque los partidos comunistas que forman parte del grupo de extrema izquierda en la Eurocámara querían señalar solamente a los demás regímenes totalitarios.
El debate demostró claramente que los países que hoy son democracias consolidadas tienen diferentes pasados políticos y que, por ejemplo, en Polonia no se puede mirar con las mismas coordenadas históricas al comunismo que aplastó al país bajo una férrea dictadura de 40 años, mientras que en Francia o Alemania los comunistas fueron parte de la resistencia heroica a la barbarie nazi.
Es decir, para la UE la fórmula está basada en esa resolución y sirve para recordar que la integración europea es la respuesta para superar estos episodios históricos y que los países tienen el deber de «honrar la memoria de las víctimas, condenar a los autores y establecer las bases para una reconciliación basada en la verdad y la memoria».
En esa coordenada queda a criterio de cada Estado el camino para llevar a cabo esa reconciliación histórica, dado que no sería posible encontrar una fórmula que pueda encajar con la trayectoria histórica de países como Lituania, que a lo largo del pasado siglo ha sido a la vez víctima y colaborador primero del nazismo y después del comunismo. O de Austria, que se sumó voluntariamente a la Alemania de Hitler, pero no le conviene escarbar demasiado en el pasado porque salió de la II Guerra Mundial con la etiqueta de víctima. Lo que la UE hubiera pretendido sería que estas leyes no sean utilizadas en cada país con objetivos partidistas, pero en la mayor parte, y en eso España no es ninguna excepción, ese ha sido el resultado.