El plan de Trump no solo pide congelar el conflicto con cesiones territoriales que legitiman la ocupación rusa –una línea roja para Kiev–, sino que pretende convertir la reconstrucción de Ucrania en un negocio para sus empresas, a expensas de los activos rusos congelados en Europa. La iniciativa incluye cláusulas para canalizar más de 200.000 millones de dólares hacia proyectos conjuntos entre firmas rusas y norteamericanas, desde minería en el Ártico hasta infraestructuras estratégicas. El mensaje subyacente es cínico: se puede borrar la soberanía de una nación europea si a cambio se abren oportunidades de negocio.
Peor aún, el plan ha sido elaborado al margen de las instituciones multilaterales y en paralelo a los gobiernos europeos. Mientras Washington presiona a Kiev para que acepte un acuerdo leonino, Europa permanece paralizada. El propio Zelenski ha tenido que buscar respaldo en las capitales europeas ante la presión estadounidense, mientras la desinformación rusa intenta sembrar el desencanto desde dentro. Para Putin, todo esto no es más que una jugada estratégica cuidadosamente orquestada. Entre tanto, el Kremlin sigue bombardeando infraestructuras ucranianas y reclama nuevos territorios. La contradicción es evidente: no hay voluntad real de diálogo por parte de Moscú.
No se trata solo de Ucrania. Los servicios de Inteligencia de varios países alertan ya de que Rusia podría atacar a otra nación europea en un plazo de cuatro o cinco años. Letonia, Estonia, incluso Polonia o Finlandia, figuran en los escenarios más probables. Actuar como si esto fuera una cuestión lejana o improbable es una irresponsabilidad estratégica. Ceder ahora a las exigencias de Moscú sería abrir la puerta a que la fuerza se imponga al derecho, en un continente cuya memoria del siglo XX debería haber inmunizado contra tales errores. Europa debe comprender que la guerra de Ucrania no es un conflicto regional, sino el ensayo general de un orden internacional revisionista. La única respuesta creíble no son los comunicados, ni los lamentos, ni siquiera las sanciones: es el poder. Y el poder, en tiempos de guerra, se mide en dinero, armas y voluntad. Si Europa no pone sobre la mesa los recursos para sostener a Ucrania militar y económicamente en el largo plazo –un fondo común de defensa, contratos industriales, inversión masiva en rearme y disuasión–, pronto no habrá Ucrania que defender. Ni Europa que preservar.